En los últimos meses lo único que no había cambiado
en mi vida, eran mis tenis de escalada. Cientos de pegues, metros y metros de
escalada, más una reensuelada, es el breve resumen que describe (pero no detalla)
la vida laboral de mis Miura, definitivamente unos guerreros todo terreno.
Llevaba un par de meses pensando que había llegado
el momento de jubilarlos, sin embargo (manías de viejito) no me gusta retirar
el equipo así como así, a menos que se trate de una cuestión de seguridad y en
el calzado difícilmente aplica. Y no se trata de un apego enfermizo, sino más
bien de un respeto ganado. Nuestro equipo nos acompaña en las buenas y en las
malas, cuando encadenamos y cuando no, igual si hace frío que si hace calor, en
fin, se vuelve parte de nuestras vidas de alguna manera.
Por poco más de dos meses había estado lesionado de
un dedo, no seriamente pero lo suficiente como para abandonar por completo el
entrenamiento y escalar a medias. No proyectos, no regletas y no mucha
motivación. Hay quien podría decir que la vida del escalador es más dura cuando
se está lastimado que cuando se tiene roto el corazón.
Mi proyecto de los últimos meses había sido salir
de la lesión y en la cueva de El Arenal, por alguna extraña razón, siempre he
encontrado lo que yo llamo “pegues terapéuticos”, tanto físicos como mentales.
Es uno de mis sitios preferidos y a pesar de haber escalado prácticamente todo
ahí (con cientos de repeticiones), nunca me aburre. Cada pegue siempre es
distinto, aún en el mismo día a la misma ruta.
Además de los proyectos más duros como “Rarotonga
Power” (posible 5.14c), aún me quedaba una ruta que francamente nunca había
querido probar porque visualmente nunca me llamó la atención y fue Quetzali
quien me animó a probarla. Un poco a regañadientes comencé a darle algunos
pegues junto con ella, pero mi falta de entrenamiento y mi lesión me tenían muy
pero muy fuera de forma, por lo tanto me llevó muchos más pegues de los que
pensé. Pero todo llega cuando debe ser y siempre hay buenas lecciones que
aprender.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg3axWRG0Lv7wnETDn3LDmj_0WMIBy85HNFn7NDd43J1QbzihNafka8EVXOL6oWmz_3Bmn7ywDFHAWWj8St6I_PdL3yozX9MWQlE2SPxEFJOxjNdTsxEso1VFQCcH2uXHtYTOKSTL8ZUIgE/s320/20151122_134216.jpg)
El pasado fin de semana todo comenzó un poco mal. Nos
desvelamos, por lo tanto salimos tarde de casa, había una peregrinación en la
autopista que nos hizo retrasarnos una hora más, hasta que finalmente llegamos.
Con poco ánimo y mucho calor subimos hasta el árbol de “Pogo” y nos tiramos
ahí, sin la más mínima intención de caminar hasta la cueva. Una sombra
perfecta, clima inmejorable y la mejor vista nos dejarnos relajarnos como hace
tiempo no lo hacíamos. No había ningún tipo de presión y tampoco intenciones de
ir a escalar.
Al final y ya tarde, cuando estábamos a punto de
regresar decidimos ir a la cueva y dar un par de pegues (al menos para ganarnos
el postre). Calenté menos que nunca, di dos pegues rápidos a “Matanga” y
nuevamente Quetza me animó a dar un pegue a la ruta. Sorprendentemente me sentí
fuerte y los pegues terapéuticos funcionaron. Encadené y el dolor de mi dedo se
redujo considerablemente, casi desapareció.
Siempre he pensado que la escalda no es una carrera
de velocidad, sino de resistencia y hay que estar ahí para aguantarla. Así que
respondiendo la pregunta del principio, por fin jubilé mis tenis, me di de alta
de mi lesión y confirmé una vez más que la roca y los buenos amigos siempre
están ahí para ti.
Gracias TUTU, “Poncho” (y “Pogo”) por asegurarme.