Por más que lo intento no he logrado recordar el
día en que lo conocimos, pero sé que de eso ha pasado mucho tiempo, años. Quizá
fue un día como cualquier otro en que íbamos a escalar a la cueva, pero sin
duda aquel fue distinto. Debimos haber sido recibidos con la incondicional
alegría que le caracterizaba y acompañados durante todo el camino hasta la
cueva misma. Una y otra vez la historia se repitió, bajo el sol implacable, las
tupidas lloviznas o los no tan comunes pero sí muy fríos días que caracterizan
El Arenal.
Su disposición era la misma sin importar el clima,
el hambre o de quién se tratara. Subir corriendo detrás del auto, hacer fiestas
al bajar de él y ser fiel compañero de eternas jornadas de escalada, terminaba
una y otra vez con el mismo final… una triste despedida y una larga espera
hasta el siguiente fin o en el peor de los casos, hasta la siguiente temporada.
Pero siempre que volvíamos, él estaba ahí, nunca entendí cómo pero sobrevivía
ahí.
“Pelusa”, “Estopa”, “Peluche”, el mil apodos… “el guardián de la cueva”. A veces me
preguntó cómo es que siempre se le veía feliz y la respuesta es sencilla,
robando palabras ajenas diría: “Feliz no
es quién tiene todo, sino quién menos necesita” y él necesitaba poco. Unas
cuantas croquetas, la compañía de su “Güera” y algunas caricias que le daban ánimo
para aguardar la llegada del siguiente escalador.
Un día su “Güera”, compañera de años, desapareció.
Literalmente sin dejar rastro. A partir de entonces el deseo de llevarlo a casa
creció, solamente nos detenía el saber que la cueva era su sitio, su tierra y
su libertad. Cómo alejarlo de tremendos atardeceres, de los arcoíris más
espectaculares y de las noches estrelladas que tiene la tierra tan pobre y tan
rica de El Señor de las Maravillas. Al final no fue tan difícil, fue suficiente
el llegar un día y encontrarlo lastimado para que la ruta proyecto se
convirtiera en ir al veterinario, curaciones, baño de espuma, despulgada brutal
y bienvenida a su nuevo hogar.
POGO, quien por fin dejó de tener apodos, fue más
que bienvenido en casa. La Miss Quetza, “Estopa” y “Tikka” fueron felices al no
tener que dividir en tres al mismo hombre y POGO fue feliz al saber que pasar
hambre, calor y frío no era lo normal. Lo normal se había convertido en tener
agua para beber, una superficie suave para dormir y un par de manos acariciando
su cuerpo.
Los paseos matutinos se hicieron costumbre, al
igual que sus fuertes ladridos cuando llegábamos a casa. Regresamos muchas
veces juntos a la cueva y aunque era el primero en bajar del auto, también era
el primero en subirse nuevamente, listo para regresar a casa después de la
jornada. Conocía tan bien la cueva que a veces pienso hasta podría haber dado beta
a uno que otro despistado.
Repentinamente, después de ocho meses de su nueva
vida un mal congénito se lo llevó. Todo lo lento que había sido antes, ahora
fue súbito, duro, inexplicable (como suele ser en éstos casos… “justo cuando
todo iba bien”). Pero ésta historia no tiene un triste final, eso quedó atrás y
POGO regresó a casa, regresó a su cueva, con todo el cariño que antes le faltó
y sabiendo que tuvo (y tiene) una familia y hogar. Gracias POGO por los meses
que nos regalaste, pero sobre todo por haber esperado tanto tiempo por nosotros,
por haber sacado las sonrisas más lindas de la Miss y por querernos tanto. A
cambio… te conseguimos el lugar con el microclima más exquisito de la cueva y
la mejor vista del lugar. Buen camino querido POGO.