viernes, 21 de marzo de 2014

Disfrutar tanto con tan poco…

Resulta difícil creer lo inmersos que nos encontramos (o mejor dicho, que nos perdemos) en esto a lo que llamamos rutina, misma que en algunos casos seguramente es aún más rutinaria que en otros, pero más increíble resulta aún el sentimiento de “no empacho” en el que permanecemos, es decir, si tenemos poco queremos más, si tenemos mucho queremos aún más y demasiado ya nunca es suficiente.

Cuando hablamos de no poder saciar esa hambre de más paredes por escalar, de más montañas por ascender o de más caminos nuevos por descubrir, está todo bien y cada quien tendrá sus propias y muy respetables maneras de nunca estar completamente satisfecho, de siempre querer más. El problema es cuando trabajamos para comer, pero comemos por comer. Dejamos de poner atención en los pequeños detalles, que es donde suelen esconderse grandes cosas.


Es cierto que en mis palabras hay un toque de nostalgia y eso se debe a una lesión que llevo padeciendo varios meses y que me ha tenido solo comiendo, por fortuna no literalmente, sino dejando de prestar atención en lo verdaderamente importante… disfrutar tanto con tan poco, como cuando se es niño.

Hace unos días me fui a andar en bici, para lo cual primero tuve que cruzar un poco de ciudad (que aquí nunca es poca en realidad), manejar al más puro estilo defeño, con pocas reglas y tristemente menos generosidad, pero al llegar al bosque fue el pequeño Adrián quien me ayudó a recordar lo bien que se puede estar sin necesidad de mucho, sin necesidad de más. Lo primero que vi fue a un niño disfrutando enormemente de su bicicleta sin frenos, así que me dispuse a seguir su ejemplo y hacer lo propio con la mía (que por fortuna sí tiene frenos).


Mi objetivo ese día era ir a los bloques del Rincón, si es que lograba primero pedalear hasta ellos después de varios años sin subirme a la bici regularmente. Lo logré, realmente cansado y gracias a ese nunca estar completamente satisfecho y querer dar una pedalada más. Al llegar ahí volvió a suceder, no eran necesarias muchas cosas, tenis de escalda, magnesia, pero eso sí, muchísimas ganas de subir una vez más por aquellas rocas.


Escalé solo durante algunas horas, repetí una y otra vez los mismos bloques, cada vez usando menos agarres y mientras menos cosas necesitaba para subir, más lo disfrutaba. Contrario a lo que dicen los números, aquel día menos siempre fue igual a más, en otras palabras… disfrutar tanto con tan poco se convirtió en la lección más valiosa del día.


Creo que todos deberíamos seguir el ejemplo de Adrián con mayor frecuencia y pedalear nuestra bicicleta con una gran sonrisa, agradeciendo la irregularidad del camino y sabiendo que aun si tuviera frenos, nadie nos podrá detener.




1 comentario:

  1. Siempre hay que mirar lo que existe a nuestro alrededor y agradecer a la madre naturaleza por todos los regalos que nos da, me agrado mucho lo que escribistes y estoy totalmente de acuerdo contigo

    ResponderEliminar